3-2-02
¡Sobre qué
realidad ni qué ocho cuartos puede uno ponerse a considerar cuando ha quedado
sepultado bajo el peso inmisericorde de unas correcciones sisifales! ¡Valiente
domingo! Al margen de la escasa liberación que ha supuesto ir hora y media a
jugar al tenis con las criaturas, ¿qué se le ha quedado al Clonista en el
archivo mental de cuanto el diario, hojeado deprisa y corriendo para volver a
su esclavitud consentida, le ha deparado hoy? Apenas la sensación de estar
escribiendo al dictado ajeno, de ni siquiera preservar un mínimo de
individualidad cuando su recuerdo le dicta lo que escogió de una lectura
apresurada. Sabe que Arafat sigue exhibiendo su sonriente inclinación a
dialogar hasta con las piedras, aunque anda con pies de plomo a la hora de
perseguir a quienes hasta no hace mucho eran sus aliados; sabe que el Congreso
de Usamérica teme que Bush y cía se harten de eliminar papeles comprometedores
por lo de Enron -anagrama de Nerón, por cierto...-; sabe que una insulsa y
relamida boda real -¿por qué a la realeza le privan tanto los disfraces
militares; qué atavismo guerrero gobierna a los jóvenes príncipes de las
onerosas monarquías europeas?- se ha visto deslucida por el recuerdo de la
dictadura de Videla: ¿será eso, también, la globalización?, lo será, sin duda;
sabe que Arzalluz se rebela contra la imagen de todopoderoso de las vidas y las
haciendas vascongadas aduciendo su condición de diana -y no enamorada- de sus
chicos descarriados; sabe que los obispos se han indignado y han arremetido
contra el párroco exarmariado de Valverde del Camino, y sabe que una “turista
en el arte” de cierto renombre arremete contra la superchería del último arte
moderno, poniéndolo en entredicho. ¡Ahí está la realidad, en ese “entredicho”!
Porque lo que queda entre las palabras, imposible de asir, imposible, a veces,
de entender, es la realidad, precisamente, y no es ironía el adverbio. Lo peor
es que nos sea imposible de decir, claro, porque palabras no faltan, ciertamente.
En fin, supone el Clonista que un amable disparate como Encuentro en París, con un William Holden lleno de vis cómica y
cierto torso forzado, es también una buena muestra de la imprevisibilidad que debería
definir lo real y que esta clónica se empeña en desmentir, con su cansino
trotar por los fragmentos de un apocalipsis que no acaba de objetivar su
maravillosa y estrambótica epifanía. Ahí queda eso.